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Me gusta estar aquí porque es tan diferente… Los sofás son de piel café, suaves, mullidos. La mesita es de mimbre, hay plantas, y máscaras africanas en la pared. Luciérnagas vuelan entre los restos de jungla que rodean este espacio. Música clásica endulza el ambiente mientras espero.
Más allá la obscuridad es impenetrable.
Llaman mi nombre. Es hora de pasar al consultorio. La enfermera me devora fríamente con sus ojos de turquesa, su peinado excesivo se eleva hasta el cielo, rodeado de nubes a su cumbre. De pronto llueve sobre sus hombros, mojándole el uniforme. El breve aguacero pasa y brilla el sol en sus montañas. Pájaros cantan como si acabara de amanecer.
“Párese aquí por favor”. Me subo a la balanza y sus manos expertas juegan con los contrapesos, investigando la intensidad de mi enlace con la tierra.
“No se observan signos de anti-gravedad” dice como para sí misma mientras escribe. Me toma del codo y emprende la carrera, me elevo como una cometa por los aires mientras ella corre cuesta abajo por la verde pradera, jalándome del brazo que se ha convertido en un hilo. Desde aquí arriba puedo ver un gran lago de plata y percibo el murmullo de los bosques al otro lado, adivinando las criaturas en sus ramas que me observan al vuelo con una mezcla de temor y fascinación. Soy un símbolo en el cielo sin significado tangible. Ella se detiene a la orilla del lago y yo desciendo poco a poco, dando volteretas como una pluma, aterrizando en la realidad súbita de una voz que me cuestiona.
“¿Cuándo fue la última vez que sintió el terremoto?” pregunta el doctor. Las palabras vibran a través de mi madera como golpes consecutivos de martillo.
“Anoche” contesto. “Fue horrible. El suelo se fue, muy lejos, y regresó en una ola de destrucción. Las casas volaron en pedazos. Los únicos sobrevivientes fueron los muñecos de trapo.”
“Trapo” dice el doctor. La rana en su hombro me mira estupefacta. “Yo también fuí de trapo…” dice con su vocecita apenas audible.”Hm-hmmm… ¿Estrellas fugaces?” pregunta sospechoso.
“Se han ido” reporto tristemente.
El doctor escribe jeroglíficos con salsa de soya sobre un pergamino de papel arroz. Llega una racha de viento heladísima, y me vuelvo hacia los Alpes al norte, dirigiéndoles una agria mirada acusatoria. A pesar del frío el sol brilla intenso, y temo que el hielo bajo nuestros pies se quiebre bajo el peso del escritorio y nos precipitemos hasta el fondo a través del zafiro líquido del lago.
“Por aquí por favor”. El doctor me dirige a la mesa de examinación. Me acuesto mientras él mueve una lámpara sobre mi cara. La luz me ciega y por un instante estoy parado sobre rieles de cara a un tren que se aproxima bufando furioso en medio de la noche. Parpadeo para regresar. Pasa una cabeza mecánica por encima de mí, de la frente a los pies, y de regreso. La cabeza se ladea y se rasca confundida. Luego continúa. En una pantalla gigante se proyecta mi interior. Varias personas observan en sus asientos, comiendo palomitas, señalando la imagen y haciendo comentarios de vez en vez. De pronto todos exclaman entusiasmados ante la última proyección: justo en el centro, bajo mis costillas, hay una gran boca que se abre y cierra, entretejiendo hilos de baba entre sus dientes afilados.
“Respire hondo”. Respiro una primavera completa con polen y mariposas, flores endémicas y frutas verdes que empiezan su camino a la madurez bajo la luz del sol.
Exhalo un hálito de hojas muertas.
“Muy bien” dice el doctor. “De nuevo…” Respiro un océano verdeazul que vibra con las canciones de cetáceos milenarios. Entre los rayos de luz que se pierden en la obscuridad de su fondo se vislumbran verdades de sirena que observan a una distancia segura.
Exhalo un río de polución aceitosa.
“Respire normal.” El estetoscopio trepa por mi espalda aferrado a mi piel con sus piernitas de insecto, mientras el doctor sigue escuchando atento. “Tiene usted remolinos de fuego en los pulmones,” me dice, “lo que ocasiona un intenso deseo por lo imposible. Eso se apaga por sí sólo, poco a poco. Pase para acá por favor.”
Mi piel expuesta dentro de una esfera de acero. Docenas de finos cables se extienden desde mi superficie hacia las paredes, adheridos por hojas de yerbabuena pegadas con cera a mi cuerpo, a mis brazos, a las puntas de mis dedos. El doctor ha dibujado una rosa sobre mi frente. Puntos de luz van y vienen por las fibras. En la pared de metal se abren grandes ojos soñolientos, se sumergen de nuevo contra el fondo gris. Y empiezo a recordar. Por mis extremidades empieza a colarse un calor blando que se dirige a mi centro y me retiene, me impide desbocarme en mis memorias. Me dejo llevar. Vuelan las luciérnagas de nuevo, las paredes se transforman en la jungla. El tibio resplandor en mi interior ha invadido hasta el último rincón. Duermo.
Sentado tras el volante, en el estacionamiento, no puedo resistir. Tomo el sobre que no debería de abrir y lo rompo por un extremo. Saco el papel dirigido al especialista y lo leo. Mi corazón tropieza, cae, se levanta, sigue andando bajo este cielo gris plagado de gaviotas improbables en medio de la ciudad. Grandes gotas de lluvia empiezan a golpear el parabrisas, se deslizan laterales, como las lágrimas que van llenando mis ojos y me impiden ver más.
“El interior del paciente demuestra daños por nostalgia aguda e irreversible. La conciencia es pedregosa, ocasionando bloqueos intermitentes en el flujo de los sucesos. Se detectan remolinos de fuego en los pulmones, causando intensas pasiones episódicas. La morfología del pensar es hipertrófica, predominantemente humanista, con elementos de amargura ocasionando delirios temporales. Prognosis es incierta. Cabe notar que en su noche aún quedan estrellas.”
~A.V.